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La Forja de una Vida

Podría decirse que Carmen es una mujer hecha a sí misma. A sus 86 años ha vivido una vida tan sufrida como el clima y la tierra que la vio crecer, en un pequeño pueblo situado a las puertas de La Mancha. Sabe lo que es vivir en la escasez de una cruel postguerra. Su tenaz estoicismo le sirvió en esos duros años y forjó su carácter, dejando una marca indeleble que explica su particular forma de ver el mundo. Cuando echa una mirada atrás se asombra de cómo ha podido cambiar tanto la sociedad donde vive. Es viuda desde hace 23 años y vive en la misma casa del pueblo a la que un día se mudó al casarse con mi abuelo. Carmen es menuda, de mirada vivaz y pies ágiles a pesar de los años. Es tenaz, disciplinada y afanosa. A sus pequeños ojos asoma una inteligencia innata, una sabiduría antigua que no se aprende en los libros. Sus nudosas manos aún son capaces de coser cuando la vista se lo permite y procura mantenerse activa con cualquier actividad que despierta su curiosidad de niña. Y cuando sale del pueblo echa en falta a sus amigos, pues Carmen tiene una vida social que ya quisieran muchos tener a su edad. Pero para realmente entender su idiosincrasia, es menester retroceder en el tiempo.

Cuando aún no había cumplido un año, mi madre me contó que un camión militar que pasaba por el pueblo reclutando hombres para la guerra se llevó a mi padre a luchar a Teruel – me contaba una tarde de sobremesa.

¿En qué bando luchó? – pregunté yo entonces interesado.

Pues no lo sé, pero tampoco importaba demasiado. Luchabas donde te tocaba. Mi padre nos contó después que peleaban hermanos contra hermanos e hijos contra padres. Pasó frío, hambre y muchas calamidades.

Corría el año 1938. Fue ese un crudo invierno que marcaría el devenir de la Guerra Civil Española en el frente de Teruel. Se calcula que entre 1937-1938 murieron congelados en ambos bandos hasta 15.000 combatientes. Mi bisabuelo Simón (su verdadero nombre era Tomás) no sabía leer ni escribir, pero se las arreglaba para enviar periódicamente cartas desde el frente con el apoyo de un camarada a mi bisabuela Gregoria. Y como ella tampoco sabía leer, buscaba entre las vecinas a alguien instruida que la ayudara con las lecturas. Mi bisabuelo finalmente volvió al terminar la guerra en 1939 tras casi dos años luchando en una guerra que no eligió. Regresó caminando junto a un compañero después de perder a numerosos amigos a manos del enemigo o del General Invierno. Entró en la casa cubierto de harapos porque justo antes de entrar en el pueblo, unos individuos les robaron las pocas pertenencias que tenían. Eran tiempos crueles y difíciles. Al entrar en la vivienda familiar, mi abuela se escondía y lloraba, pues no era capaz de reconocer en las facciones de ese hombre desgarbado y sin afeitar a su propio padre.

Sin embargo el fin del conflicto no supuso el final de los problemas. Carmen fue la mayor de tres hermanos que fueron naciendo sucesivamente en el humilde hogar de los Martínez. Era una casa fría y oscura, con suelo de tierra, prensada de tanto pisar encima y de paredes que había que enjalbegar periódicamente para dar mantenimiento. La vida de la familia giraba alrededor de la chimenea que hacía las veces de calefacción y cocina. En torno al fuego del hogar se sentaban en asientos de esparto y madera con gruesas mantas para mantener el mayor calor posible. Sólo disponían de una bombilla que desplazaban y colgaban de su propio cable según conveniencia para iluminar los rincones más oscuros de la casa. Y en el piso superior se encontraban las habitaciones. Eso era todo. Mi bisabuelo trabajaba por aquel entonces de sol a sol, ocupándose del cuidado de los animales en la casa de un rico del pueblo y recibía un salario de 500 pesetas al año con el que debía mantener a su familia. A pesar de una vida tan espartana, siempre se las arreglaba para alejar el hambre de su hogar. Poseía el ingenio y la maña que en tiempos de vacas flacas suelen manifestarse en personas de mente despierta. Mi bisabuela Gregoria, siempre que tenía oportunidad trabajaba en campo, ya fuera recolectando yeros, guijas con las que cocinaba gachas para la familia o bien se ganaba unas pesetas en la recolección y limpieza de la rosa del azafrán. Todas las mañanas echaba la llave de la puerta de la casa por fuera para ir a trabajar, encargando a Carmen el cuidado de sus hermanos. Pero el espíritu aventurero de los niños se despertaba una vez quedaban solos, atreviéndose a salir a la calle. La primera en cruzar la ventana era la mayor. Y si no había “moros en la costa”, su hermana Felicidad le pasaba al pequeño Jesús de dos años de edad para luego salir ella. En el momento que los labradores regresaban de faenar del campo y antes de ser sorprendidos, ingresaban rápidamente a través de la ventana en el mismo orden en el que salían. Nunca les descubrieron.

Madre, quiero ir a la escuela como mis amigas – dijo sollozando por enésima vez una Carmen de ocho años– Quiero aprender a escribir y leer.

Ya te lo he dicho mil veces, hija, tienes que cuidar de tus hermanos mientras tu padre y yo trabajamos. No puedes ir a la escuela.

Tanta fue la insistencia de la pequeña Carmen y tantas sus ganas de aprender que un buen día Gregoria se animó a llevarla a la escuela, previa visita al señor cura para que le hiciera la correspondiente “papeleta”. Sin embargo, la maestra de infantil no la aceptaba por su edad y tuvo que hablar con la profesora que instruía a niños más mayores. Su nueva maestra no estaba dispuesta a que el resto de niños se retrasara en las lecciones debido a la nueva incorporación, así que encargó a unas niñas que le enseñaran los rudimentos de la escritura y la lectura. Cuando todos en la familia se retiraban a dormir, en el silencio de la noche la pequeña Carmen se quedaba a los pies de la escalera haciendo sus deberes con la única compañía de la bombilla que prendía de una escarpia en la pared.

Al final hasta era capaz de leer mejor que mi amiga Obdulia, y eso que ya llevaba más tiempo que yo en la escuela. Estuve tres o cuatro años aprendiendo a leer, escribir, sumar, restar, multiplicar y dividir, hasta que mi madre me puso a servir con 12 años, primero en el pueblo y al año siguiente me mandó a una casa de ricos en Benicarló. Ya no había dinero para mantener a toda la familia. Aprendí a hacer bien la cama, a limpiar, planchar, cocinar e incluso zurcir. Hablaba con mis padres por carta todas las semanas y regresaba al pueblo una vez al año, para las fiestas o bien Navidad. Tras ocho años sirviendo en Castellón y después Barcelona, volví al pueblo.Volví porque un médico me recomendó cambiar de aires porque el agua de la costa era perjudicial para mi vesícula. Me dijo que tenía piedras del tamaño de castañas y que me haría bien regresar al pueblo. Así que dejé al novio con el que andaba por entonces y volví con mis padres. Al poco, conocí a tu abuelo y nos casamos.

Mi abuelo era un hombre hecho al campo, serio, estricto y muy trabajador. Un hombre de ideas fijas, costumbres arraigadas y verbo escaso pero irrefutable. Carmen siempre que tenía oportunidad le ayudaba en las labores del campo. Los inviernos en La Mancha Conquense son tan duros como sus gentes. Recuerda con nitidez cómo en época de recogida de la aceituna y para evitar los molestos sabañones, se calentaba las manos en los bolsillos con unos cantos calentados en la hoguera en los momentos de descanso, que eran escasos. Almorzaban gachas, torreznos, migas de pastor o potaje preparado a fuego lento la tarde del día anterior. La aceituna se recogía ordeñando el árbol rama por rama, nada de usar varas para golpear al olivo como hacían los señoritos de Andalucía, solía decir. Arpillera y espuerta. El fin de la jornada venía marcado por el ocaso, cuando las sombras se hacían más largas y el cielo se vestía con tonos rojizos y malvas.

Muchos lustros han pasado desde entonces. Los recuerdos se agolpan en la mente inquieta de Carmen y la mantienen anclada a esta vida que transcurre fugazmente. A   veces se siente sola aunque pocas veces lo verbaliza. Son muchas las personas que se han marchado a su alrededor. Su actividad y disciplina la ayudan a mantener un cuerpo ágil a pesar de los años. Ha superado recientemente un cáncer tras sufrir los estragos de una cirugía, quimioterapia y radioterapia con muy pocas secuelas, pues posee una naturaleza fuerte.

Tiene decenas de dichos y refranes para cada momento y conserva el hábito de la lectura leyendo los Evangelios. Y aunque se queja de olvidos frecuentes con algunas de sus recetas, sigue cocinando como los ángeles. Es buena confidente y consejera. Y si un día le confiesas que has tenido un roce o percance con alguien, termina su consejo con un refrán:

“Amigos ya no hay amigos,

Que el más amigo la pega,

No hay más amigo que Dios,

Y un duro en la faldriquera’’

Víctor Rojo Valencia

Facultativo Especialista en Medicina Interna

El dolor esa cosa que tanto importa

En este blog alguna vez hacemos autopromoción de la investigación que hacemos. Y esta vez es una de ellas. Pero es que saber cuál es la prevalencia del dolor en la población mayor española y como lo tratan creemos que es importante. Y por eso hoy os queremos hablar de ello.

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La vocación del médico. El don del GERIATRA.

Quiero ser médico, le dijo un día a su madre.

Lo curioso de esta frase es que la interesada tenía 3 años. Su madre pensó que podía haber elegido esta como cualquier otra profesión, ya que no había ningún antecedente de este tipo en la familia. Lo más cercano era su abuela, que ejercía de matrona desde los 15 años.

A los 6 ya jugaba a poner inyecciones a una patata. Era tan tímida que en el colegio la llamaban “la rarita”. Le costaba mucho relacionarse con los demás.

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Después de varios años continuaba diciendo que quería ser médico. Esto preocupaba a su madre porque supongo que pensaría que esa niña tan frágil, tan vergonzosa, tan introvertida no podría soportar ver las cosas que un médico pasa a lo largo de su profesión.

Según pasó el tiempo terminaron sus años de introversión. Tenía muchos amigos y se caracterizaba por intentar ayudar a todo el que podía, o que quería dejarse ayudar.

Con 12 años le pidió a su abuela ver un parto. Quizá pudiera ser ginecólogo de mayor, pensaba para sus adentros. A su madre le pareció muy buena idea, ya que al ver tanta sangre quizá se le quitaran las ganas de estudiar medicina, pero nada más lejos de la realidad. Estaba muy emocionada, pero cuando vio nacer a aquel niño, que de momento no lloraba, de repente se le pasó por la cabeza que quizá podría morir. Le recorrió un gélido escalofrío. No podía llegar a comprender que a un niño le pudiera pasar algo, que estuviera enfermo. Pero efectivamente se dio cuenta en ese mismo momento que era posible. Así decidió que no le gustaban los niños. Y lo siguió manteniendo a lo largo de todos los años de su vida. No como algo despectivo, sino como imposibilidad de ver sufrir o enfermar a un ser indefenso y puro. Tuvo claro que jamás sería pediatra.

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Pasó el tiempo y finalmente llegó a la Facultad de Medicina. Se sintió afortunada, y todo aquel esfuerzo de tantos años de estudio dio su fruto. Pudo estudiar lo que siempre había ansiado. Hubo de todo. Paseos en tren, nuevos amigos, partidas de mus, amores, desamores… Estudio y esfuerzo. La vida del médico es esfuerzo puro y duro. No sé si les pasará a muchos, pero en 3º de carrera le surgió la duda de si serviría para esto. Pensó dejarlo, pero su madre veló por sus deseos más profundos y así continuó.

En ese momento comenzó el contacto con el paciente. A ella le gustaba la cirugía. Le encantaba mirar por dentro. Como a los nigromantes de antaño. Se lavó en alguna ocasión. Disfrazada de cirujano disfrutaba viendo a aquellos magos de las manos. De las manos y del control. Templanza, sabiduría, orientación, rapidez… e intuyó que, a veces soledad. El paciente delante y el cirujano solo, tomado esta frase como el sentimiento de uno de ellos. Ella que se conocía perfectamente y sabía sus deficiencias pensó que no era la persona indicada.

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Y entonces ocurrió. Descubrió la medicina pura y dura. Descubrió el médico que llevaba dentro. Se dio cuenta que le gustaba ver y mirar a las personas, hablar con ellas, descubrir cosas. Diagnosticar, le decían desde que empezó la carrera, el arte de diagnosticar. A ella le seguía pareciendo un arte la cirugía, pero usaba sus ojos, sus manos y sus oídos, fonendo en mano, e intuía cosas. Cosas que luego a veces pasaban. La mayoría de las veces. Y todavía le sigue dando miedo.

Le daba mucha rabia cuando hablaban a los niños como si fueran tontos. Se dio cuenta que en las plantas, en la urgencia y en general también lo hacían con los mayores. Con los abuelos, viejos, ancianos, yayos, carcamales, vejestorios… oía de todo. Todo esto le daba mucha rabia. Le daba mucha pena que a aquellas personas indefensas, pero con tanta sabiduría detrás les trataran como a simples bebés. Daba igual que tuvieran demencia, o que estuvieran sordos, o que estuvieran perfectamente. Daba igual. Si tenían más de 70 ya no era lo mismo. Ya no se les daba las mismas oportunidades. Lo siento, quizá no guste, pero a veces es así.

Se veía continuamente en la urgencia hablando con ellos. Pedía ver a los más mayores, cuanto más mayores mejor. Los de noventa, sus favoritos. Eran un pozo de autoridad, poder, prestigio, crédito. Los pseudosinónimos de viejo. Le encandilaban. Y ella les caía bien. Veía cosas en ellos que los demás no veían, incluso aborrecían. Entonces se enteró que había una especialidad que, en principio, sólo trataba a estos pacientes. Así que decidió hacer geriatría. Curiosamente descubrió el don de tratar con los mayores en un internista. Fue el Ángel que le enseñó el respeto, la habilidad, la justicia de tratar con estos pacientes. También hay médicos de otras especialidades con este don, doy fe porque ahora trabaja con una de ellas. No hay nada mejor que el equipo. En su caso, este equipo tan raro y a veces despreciado como es el internista-geriatra.

Al principio sus compañeros de facultad le decían que si estaba loca. Que se le iban a morir todos los pacientes. Que qué especialidad era esa. Pero tan cabezota y segura como siempre, empezó Geriatría. Pensó que no iba a saber hacer otra cosa en su vida. Así fue.

Entonces fue cuando comenzó todo. En la carrera nunca había sido brillante. Pero con los pacientes era otra cosa. Disfrutaba. Encontró nuevos amigos y predecesores (también como pseudosinónimo de anciano) que la enseñaron todo lo que sabe ahora. Les siguió, y aprendió. Y le decían que tenía ese don del Geriatra. Porque esa especialidad repudiada por muchos es la que ella quería y tuvo la suerte de poder hacer.

El geriatra. El que ve cosas que están “escondidas”. El que pone de pie a sus pacientes y consigue que vuelvan a andar. El que quita pastillas además de ponerlas cuando está indicado. Diagnostica infecciones de orina viendo a un paciente agitado. Desestima el término demencia senil y busca un diagnóstico y un tratamiento adecuado. El que trata a cada paciente individualmente, teniendo en cuenta su situación basal funcional, mental y social. Busca síndromes geriátricos, que influyen mucho en la evolución de los ancianos. El que toma decisiones a diario tan relevantes como hacer o no hacer, seguir o no seguir, tratar o no tratar, trasladar o no trasladar, reanimar o no reanimar….

La geriatría es probablemente la especialidad con mayor dificultad en la toma de decisiones. Con los jóvenes no hay duda. Se hace y punto. Pero estamos en un momento de la medicina donde no todos los pacientes mayores de 65 años son geriátricos, y hay pacientes muy jóvenes con patologías y secuelas de enfermedades tan brutales que se comportan como tal. ¿Estaremos ante el nuevo paciente geriátrico del siglo XXI? ¿Estaremos ante el nuevo paciente no geriátrico del siglo XXI? ¿Aquellos que viajan, esquían, manejan internet y a Siri como algo integrado en sus vidas de 80 años? ¿Acaso tienen ellos menos oportunidades que yo, por ejemplo? Lo hablamos muy a menudo. Los geriatras saben mucho de daño adquirido. Y de la promoción de la salud en pacientes de 90 años. Saben mucho del término medio. Saben no pasarse pero sin miedo a llegar cuando hace falta.

Pasión, amor, miedo, entrega, errores, estudio, aprendizaje, sexto sentido, tiempo… y toma de decisiones. Con los tiempos que corren ahora, la he oído decir alguna vez que no repetiría, pero estoy seguro que si volviera a nacer, volvería a ser médico. Y volvería a ser Geriatra.

Especial día del libro. Cuál es tu palabra preferida

Hoy adelantamos la salida de este blog, para hacerlo coincidir con, quizás, la fiesta literaria más importante del año, el día del libro. Acá en Cataluña se celebra de una forma muy bonita, regalando un libro y una rosa.

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