- No, a este paciente solo no me lo llevo.
Ramón se la quedó mirando fijamente, su expresión no cambió demasiado (ahí tengo yo un poco de culpa) pero soltó un tímido “¿Qué?”.

No le hizo falta repetir la pregunta. Dani, el enfermero de la planta estaba ya discutiendo con el técnico de la ambulancia.
- Este paciente puede irse solo perfectamente, está bien, él sabe dónde va.
- No me lo llevo. Todos saben que tipo de pacientes están ingresados en una planta de salud mental y el por qué. Solo no puede ir. A saber qué hace en la ambulancia.
En algún momento, no se muy bien cuando, se dibujó una frontera. Enfermero, paciente y yo, en línea, frente al técnico. Dani y yo diciendo “No” y Ramón mirándonos a todos, sin cambiar su expresión, pero seguro que sorprendido ante tanto revuelo.
Finalmente, el técnico se llevó a Ramón, con su diminuta maleta, esa maleta en la que guarda prácticamente todo lo que posee.
Y días más tarde, aun pienso en ese momento. Por un lado, con cierto orgullo, no lo voy a negar, porque formamos un muro firme que logró, por una vez, aunque fuera por un momento, quebrantar el estigma que aun pesa sobre los enfermos mentales. Un estigma que nosotros acostumbramos a ver doblemente, porque además de ser locos oficiales, son ancianos.
¿Cuál es el problema? ¿De qué tenemos miedo? ¿De qué nos peguen? ¿De qué se contagie su locura? ¿De qué nos digan algo raro?
¿O de que nos descubran? Que nosotros mismos descubramos que no somos tan diferentes a ellos.
Porque es evidente que en la planta navegamos entre embarazos post menopaúsicos, amores imposibles, vírgenes y persecuciones eternas. Y si, es un lugar donde la televisión nos lanza mil mensajes, las palabras retumban y las miradas se funden con el suelo. Pero eso es solo lo que salta a la vista.
Si volvemos a mirar descubriremos a madres preocupadas por sus hijos, mujeres que cada día se acercan a la puerta esperanzadas ante la idea de que su marido las venga a buscar. “Hoy sí, doctora, hoy vendrá”. Pero no viene. No va a venir.
Hombres que miran por la ventana absortos por un paisaje que no cambia, porque se ha convertido en lienzo tras los cristales.
Y todos, con sus historias, con sus miedos, conviven. Entre una soledad evidente en algunos casos, dura e irrefutable. Pero en otros, esa soledad muta en solidaridad, en compañerismo. Así, el que anda mal es ayudado por el que anda bien. Se esperan, se prestan la ropa, se regalan sus pequeños tesoros. Y es entonces cuando su soledad evidente se convierte en soledad compartida.
Porque la planta es un lugar donde a veces la música de las voces nos vuelve sordos, pero aun así ellos son capaces de ver lo valioso que hay en un único regalo de navidad. Con una colonia se sienten ricos. Felices con un abrazo, pletóricos con un beso.
¿Son estas personas “normales”? ¿Son como nosotros?
Rotundamente no. No son normales. Yo tampoco lo soy. Ni quiero serlo. Nos vestimos con un disfraz de normalidad para difuminarnos, para encajar. Y así, disfrazados podemos vivir en nuestra soledad concurrida. Donde estamos rodeados de gente, pero solos. Donde nadie ayuda al que anda mal. Nadie espera a nadie. Donde una colonia es poco. No es nada. Donde la belleza deber ser evidente. La perfección aparente es la meta. Queremos más. Siempre más.
Y en esa ansia se nos olvida mirarnos. No una vez, no para saludarnos o para hablar de forma superficial. Si no mirarnos de verdad. Ver que hay detrás, detrás de los muros. Lo imperfecto y raro. Lo feo. Lo valiente. Mirarnos sin miedo.
Así que no, no creo que sean como nosotros. Aunque tampoco tengo muy claro quién es “nosotros”.
Creo sinceramente que son mucho mejores.
Y quizás en este momento en que a veces las banderas nos obligan a ser dicotómicos, aunque nos rompa. En estos tiempos en que el consumo es la premisa. Donde no tenemos tiempo de pensar. Quizás es el momento de saber parar. De mirar dos veces. De mirar al rostro de Ramón, inexpresivo y algo vacío. De mirar su maleta diminuta y de ver al hombre asustado y simpático que es.
Pero hay que mirar. Mirar dos veces.
Leire Narvaiza